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Rafael era de esas personas decididas, incluso rayaría en lo obstinado; cuando decía que iba a hacer algo no se detenía hasta lograrlo.

No estaba acostumbrado a la derrota, pues pensaba que era algo de personas débiles de voluntad y él no era así. Siempre, por más difícil que fuera la tarea, llegaba a conseguirla; excepto con Luisa.

Así es, Luisa fue el único sueño que vio truncado en toda su vida. Por más que lo intentó, por más que puso su empeño para lograr conquistarla, no sirvió de nada.

Hubo dos problemas básicos que Rafael jamás llegó a aceptar. Primero que nada, Luisa estaba felizmente casada y vivía en función a su esposo y sus dos hijas; y segundo, ella no lograba ver a Rafael más que como a un amigo con el que había compartido los últimos ocho años de vida.

Se conocieron una mañana ventosa y soleada, en un río que se encontraba algo alejado del pueblo.

Era un martes cualquiera y Luisa había decido usar uno de sus días de vacaciones para llevar a sus hijas a disfrutar un rato junto a la naturaleza, así que muy temprano se despertó y preparó unos deliciosos sándwiches de atún y mayonesa, y emprendieron la travesía a paso lento y seguro para disfrutar de la vista.

–          ¡Qué lástima que papi no está! – Exclamó la hija mayor al ingresar al sendero que conducía al río.

–          ¡Sí, qué lástima! – Repitió como un eco la hija menor.

–          Tranquilas niñas, no se preocupen por su papá. Él está disfrutando de una conferencia en un hotel muy bonito; la próxima vamos con él, ¿está bien?

–          ¡Bueno mami! – Exclamaron las dos al unísono.

La travesía continuó entre el espesor verde, y las tres mujeres estaban maravilladas de ver las exóticas y frágiles aves que embellecían el lugar con sus melodías, así como las flores y plantas que se levantaban majestuosas inundado todo de verde.

Al llegar al río tendieron una manta, y Luisa comenzó a rosear a ambas niñas con repelente para evitar las reacciones alérgicas causadas por las picaduras.

A la distancia cercana se encontraba Rafael sentado en una piedra a la orilla del río, pescando concentrado, pero al ver a Luisa irrumpir en su autoexilio de calma, no pudo recuperar aquella paz; todo dentro de él comenzó a moverse y a removerse, sin embargo decidió controlarse, pues había llegado a ese lugar a pescar, y eso es lo que haría.

Luisa también notó la presencia del hombre en la roca, pero no le prestó mayor importancia, hasta un rato después, cuando su hija menor resbaló y cayó al estanque, en ese momento vio como el hombre se sumergía con apuro para rescatarla y luego salía con la niña en brazos sana y también salva.

Luisa no pudo resistir el impulso y corrió a abrazar a Rafael en un gesto de cariño incontenible, y tomó entre sus brazos el cuerpo mojado del hombre, quien quedó completamente paralizado ante el gesto y el olor dulce que la mujer despedía.

A partir de ese punto, Luisa comenzó a tener mucho más contacto con Rafael, conversaban seguido, salían a tomar café o a almorzar, al menos una vez cada dos semana; y con cada vez, los sentimientos del hombre hacia ella se iban transformando de atracción a un amor de los más puros que pudieran haber existido.

Tras unos años compartiendo, Rafael no soportó más y le confesó sus sentimientos a Luisa, con la esperanza de que ella dejara todo atrás y los correspondiera, pero todo quedó siendo eso; una esperanza no concretada.

Inconforme con la respuesta, siguió cortejando al amor de su vida, pues había decidió que ella lo acompañaría para siempre. Pero intento tras intento, la esperanza en él iba muriendo hasta que finalmente se percató de que no sería posible cumplir su sueño.

El sabor de la derrota fue tan amargo para él, que entró en una profunda depresión y lo llevó a abandonar las ganas de vivir y finalmente decidió que acabaría con su vida, pero no lo haría de una manera cualquiera; así que estableció un plan meticuloso de cómo sería su muerte.

Decidió que lo haría en el río, donde había conocido a Luisa, a la misma hora y el mimo día, de esta manera entregaría su ser como tributo a la mujer que le cambió el mundo.

El día destinado para la trágica acción, se levantó temprano y realizó el ritual diario. Comió dos tostadas con mermelada y mantequilla y luego salió a correr cinco kilómetros. Al volver se bañó y luego preparó una taza de café fuerte, la cual acompañó por dos cigarrillos también fuertes.

Cepilló sus dientes, se puso su mejor ropa y se encaminó al río, pensando en su vida y en lo que dejaría atrás. No le importó nada, pues ya había tomado la decisión y quería cumplirla.

Cuando se acercó al lugar, recordó el día en que conoció a Luisa y notó que desde entonces no había vuelto a ese lugar, se preguntó si habría cambiado al menos un poco, pero al llegar, el mismo lugar le respondió la pregunta.

Estaba completamente deforestado, y el cauce del río lleno de hojas secas en lugar de agua. No se veían aves y muy pocas plantas lograban sobrevivir ante la incidencia directa de los rayos del sol.

Rafael estaba anonadado al ver esto, e incrédulo, comenzó a pasearse por las huellas del antiguo río para comprobar que sus ojos no lo engañaban, y no era así, no había nada, ni una sola gota de recuerdo.

Se acercó al estanque donde había rescatado a la pequeña hija de Luisa, y solo vio tierra seca y resquebrajada en un enorme hoyo; solo eso.

Su plan estaba arruinado, pero no quería darse por vencido, no en eso. Juró solemnemente que nadie le quitaría el sueño de acabar con su vida de la manera en la que él lo había planeado, así que se prometió que volvería a reforestar el río, hasta que volviera a ser tan esplendoroso como el día en que conoció a su amor; ese día podría acabar con su misión.

Desde entonces, Rafael dedica cada uno de sus días a trabajar sembrando árboles y plantas a la orilla del cauce, esperando que vuelva a estar lleno de vida. Sembrando vida para poder cosechar su propia muerte.

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La quincuagésima mañana del año brillaba; un sol cálido y envolvente le otorgaba un brillo especial a todo lo que atravesaba en su paso, casi mágico.

– ¡En guardia! – Gritó el Pirata Rojo, al tiempo en que se lanzaba al ataque de su adversario.

El otro se defendía de cada uno de los ataques que le lanzaban, pero corrió hacia unos barriles apuñados y trepando por ellos, subió al mástil más alto.

– ¡Jajajá! – Fingió su risa el Pirata Verde. – Aquí no me podrás alcanzar. – Y derribó de una patada los barriles.

El Pirata Rojo observó a su archienemigo con rabia y después, sonrió cínicamente.

– Claro que sí te alcanzaré, porque yo puedo volar.

En ese punto, un par de alas blancas crecieron en su espalda y subió a toda velocidad para continuar con la batalla.

El Pirata Verde lo recibió con una serie de ataques certeros, por lo que el Pirata Rojo tomó distancia en el aire.

– ¡Vuelve aquí! Eso no es justo. – Reclamó el Verde.
– Claro que es justo. Si no te gusta, es porque no puedes hacerlo.
– Te equivocas, porque yo también puedo volar.

Y el Pirata Verde se elevó de las tablas y voló rápidos para alcanzar a su rival que intentó huir a toda velocidad.

Atravesaban enormes olas y dejaban aturdidas a las gaviotas que se atrevían a cruzarse en su camino.

Ambos ingresaron a una nube muy densa que traía una tormenta atroz. Cuando el Pirata Verde logró salir de ella, buscó al Rojo, pero no logró encontrarlo por ningún lado.

De repente, el Pirata Rojo salió de la nube a toda velocidad y lo embistió, pero el Verde le sujetó la pierna y ambos cayeron estrellados a toda velocidad en una isla.

Ahí se sacudieron el polvo y continuaron con su lucha a muerte.

Espadazos iban y venían en un despliega magistral de esgrima. Cada ataque era perfectamente interpretado, y al tiempo interceptado por el opuesto. Parecía más un baile que una lucha.

– ¡Oh no! – Exclamó, uno de los piratas al detenerse. – ¡Son los mutantes caníbales!

Una orda de seres deformes y ágiles comenzó a brotar de la espesura de la isla, con la clara intención de comerse la carne pegada a sus huesos; por lo que ambos piratas decidieron solucionar momentáneamente sus diferencias y batallar juntos.

Sangre volaba por todos lados, ya que los piratas estaban usando todas sus fuerzas para vencerlos. Pero eran demasiados, y terminaron rodeándolos al borde de un enorme risco.

Ambos piratas se vieron a las caras, amenazados por una muerte inminente; pero asintieron al mismo tiempo, y rápidamente unieron sus manos y lanzaron un rayo de energía enorme, que pulverizó a cada uno de sus enemigos.

– ¡Guau! Nos esperaba una caída muy grande. – Observó el Pirata Rojo.
– Así es amigo, mira el montón de pirañas, cocodrilos y tiburones que hay a la orilla del acantilado. – Agregó el pirata verde.

Celebraron su victoria, entre el montón de cadáveres que los rodeaban. Pero el pirata verde se detuvo súbitamente.

– ¿Escuchaste eso?
– No escuché nada. – Respondió confundido el Pirata Rojo.
– Es la reina de los mutantes caníbales, ¡corre!

Un enorme chillido hizo retumbar la isla, y tras los piratas que corrían a toda velocidad apareció un monstruo de 9 metros de altura, con piel oscura y gelatinosa. Corría tras ellos a toda velocidad, moviendo sus largas piernas, al tiempo que lanzaba bolas de ácido verdoso que quemaban todo lo que tocaran.

Los piratas saltaban de roca en roca para huir, pero el Rojo se detuvo de golpe y decidió confrontar al voraz monstruo.

– Corre amigo, no podemos vencerla. – Le aconsejó el pirata verde.
– Sí podemos, porque voy a usar mi nuevo pod-
– ¡Marvin! – Gritó una voz a lo lejos.
– ¿Qué pasó mami?
– Póngase los zapatos, que ya nos vamos.
– Ya me tengo que ir, mañana seguimos jugando Sergio. – Se excusó el pequeño Marvin.
– ¡Bueno, bueno! Mañana seguimos jugando. – Le dijo Sergio mientras su amigo salía de la habitación.

Sergio también salió de la habitación de juego, cerrando la puerta. Así el mundo mágico quedó atrás con una historia inconclusa; pero esperando a abrirse de nuevo muy pronto, e inventar un mundo nuevo, aún más mágico que el anterior.